El cine aprende a hablar
Aunque suele decirse que El cantor de jazz (1927) fue la primera película sonora de la historia, la afirmación es inexacta. Ya a principios de siglo se experimentó con la inclusión de sonido en las películas, y en la década de los veinte había una pugna notable entre los estudios de Hollywood por ser el primero en integrarlo. Finalmente fueron los hermanos Warner quienes acertaron el caballo ganador al aliarse con la compañía Vitaphone, creadora de un complicado pero efectivo sistema de discos que permitía sincronizar imagen y sonido, lo que a la postre significaba que las películas dejarían de balbucear y empezarían a hablar. Por lo tanto, la afirmación correcta sería que El cantor de jazz fue la primera película de la historia con diálogos sincronizados. Y algo más importante: fue la confirmación de que el cine mudo tenía los días contados, aunque aún habría que esperar una década para que el sonido se convirtiera en estándar.
Por ello, es inevitable destacar los méritos técnicos a la hora de valorar El cantor de jazz. En concreto hay dos escenas que a cualquier amante del cine con un mínimo de sensibilidad le tienen que poner la piel de gallina. El primero sucede cuando Al Jolson, en su papel de Jakie Rabinowitz, se dirige al público que aplaude una de sus canciones, levanta los brazos y exclama: «¡Un momento, un momento! ¡Todavía no han oído nada!». La frase tiene una tremenda carga simbólica, pues en efecto, el público de la época no había oído a nadie hablar en la gran pantalla ni sabía todo lo que les quedaba por oír. Y el segundo momentazo llega minutos después, cuando Jakie se sienta al piano y habla con su madre (Eugenie Besserer). La conversación se oye en segundo plano, por debajo de la música; como si alguien se hubiera dejado un micro abierto. Es un instante mágico: las reglas del cine cambian ante nuestros ojos.
Doris Warner era hija de Harry Warner, uno de los cuatro hermanos que fundaron la productora. La noche del 6 de octubre de 1927 ella tenía 17 años y estaba en el patio de butacas del teatro que la familia poseía en Nueva York para ver El cantor de jazz. Según dijo tiempo después, «el público se puso histérico» cuando vio que los intérpretes hablaban. De hecho, un periodista escribió que, al acabar la sesión, la gente se puso a gritar en masa: «¡Jolson! ¡Jolson! ¡Jolson!». Robert E. Sherwood, de la revista Life, describió el citado diálogo entre Jolson y Besserer como «lleno de significado» y lanzó una profecía: «De repente me he dado cuenta de que el final del cine mudo está a la vista». Mordaunt Hall rebajaba un poco la euforia en su crítica para el New York Times («el diálogo no siempre capta los matices o las inflexiones de la voz»), pero admitía que era un movimiento ambicioso y una jugada astuta de los Warner.
Al Jolson, el cuerpo bailongo
El cantor de jazz se ganó aquella noche un puesto de honor en el séptimo arte que jamás habría logrado valorando únicamente sus méritos artísticos. No soy tan radical como Román Gubern, que en su manual de Historia del cine (ed. Anagrama) la califica de «obra mediocre del muy mediocre Alan Crosland» (entre otras cosas porque no he visto nada más de este director). Pero es verdad que se trata de una película bastante floja. Ni punto de comparación con Alas o Amanecer, estrenadas el mismo año.
Estamos ante un drama cursi y reiterativo donde el protagonista se debate una y otra vez entre dos opciones: reemplazar a su padre (Warner Oland) como cantor de la sinagoga local, cumpliendo así con la misión de perpetuar el legado familiar, o romper la tradición y lanzarse a por el sueño de ser cantante de jazz, que es lo que le pide su cuerpo bailongo. Al pobre hombre (un poco paradito, dicho sea) le someten a un fuerte chantaje emocional tanto la madre, que le llega a echar la culpa de que el padre esté agonizando, como la bailarina que le consigue un papel en Broadway (May McAvoy) y que le viene a decir que, si lo rechaza, ni tendrá trabajo ni se le abrirá de piernas. O sea, que la madre es el angelito del hombro derecho, y la bailarina el demonio del hombro izquierdo.
Todo está narrado con cansina explicitud, sin margen para los mensajes sutiles de las grandes obras del cine mudo; sucede tanto con los intertítulos, faltos de imaginación y voluntad creativa, como por el desarrollo de la trama. Cuando llega el momento de la decisión final, no hay tensión por saber qué camino tomará finalmente el protagonista, sino ganas de que se decida de una vez y nos deje comentar las maravillas del sonido. Si la película se sostiene es gracias al carismático Al Jolson, un showman entregado a la causa con un innegable talento para los gorgoritos que influiría en la carrera de dioses de la música como Bing Crosby, Bob Dylan o David Bowie [sic]. De esta forma, Jolson se convierte en la estrella absoluta de El cantor de jazz, una sucesión de canciones interrumpidas por escenas melodramáticas que, sin embargo, hay que ver al menos una vez en la vida.
FLOJA |
Título original: The Jazz Singer (1927). Dirección: Alan Crosland. Reparto: Al Jolson, May McAvoy, Warner Oland, Eugenie Besserer, Otto Lederer, Robert Gordon, Richard Tucker, Yossele Rosenblatt. Duración: 88 minutos. País: Estados Unidos.