Extraños en un western
El western es uno de los géneros que existen desde los orígenes del cine; pero, hasta el estreno de La diligencia, salvo contadas excepciones, las películas del Oeste se consideraban meros divertimentos en los que primaban las caracterizaciones planas, los decorados de cartón piedra y unas secuencias de acción lastradas por bajos presupuestos. De ahí que John Ford tuviera problemas para conseguir la financiación que requería adaptar a la gran pantalla el relato de Ernest Haycox Stage to Lordsburg. Al principio lo intentó con David O. Selznick, pero el orgulloso productor de Lo que el viento se llevó no mostró demasiado interés y menos aún cuando Ford le dijo que no quería rodar en color ni contar con estrellas de primer nivel. Mientras Selznick tomaba una decisión definitiva, Ford se hartó de esperar y contactó con Walter Wanger, un productor independiente que le concedió medio millón de dólares de presupuesto. La cifra era una tercera parte de lo que había costado Cimarrón, de Wesley Ruggles, ganadora del Oscar en 1931. Suficiente.
La diligencia fue una feliz coincidencia de talento y agallas que llevó el western a otra dimensión; una obra maestra que dotó al género de dignidad y rentabilidad durante veinte años. Una de las claves fue que tanto Ford como su guionista de cabecera, Dudley Nichols, enfocaron la película como un estudio de personajes más que como una cinta de acción: el éxito dependía de que los nueve pasajeros de la diligencia tuvieran claroscuros y fueran atractivos para el público. Por supuesto que habría disparos, persecuciones y emboscadas apaches en el recién descubierto paraje de Monument Valley, pero estas secuencias sólo serían emocionantes si antes se había establecido una química que debía funcionar tanto entre los pasajeros como entre éstos y el público.
Así, uno de los retos de Ford fue subvertir el arquetipo de héroe del Oeste —el sheriff intachable que impone justicia con su revólver— y darle este rol a un convicto que clama venganza por el asesinato de su hermano. Ford necesitaba a un actor con experiencia pero que aún no hubiera despuntado en el cine, pues sabía que el Gary Cooper de turno, tan recto y honesto, sería un Ringo Kid acartonado. La decisión de darle el papel a John Wayne fue casi una corazonada; Ford la tomó después de pasar una semana a solas con él a bordo del yate Araner. Y tras convencer a Wayne —que ya tenía 31 años— de que estaba ante la oportunidad de su vida, le regaló una de las mejores presentaciones de personaje de la historia del cine. En ella, Ringo Kid intercepta la diligencia y la cámara corre rauda a su encuentro, hacia un primer plano que no sólo fija la atención del espectador en el auténtico héroe del film, sino en un actor que va a convertirse en leyenda.
Y es que el atractivo no está únicamente en cómo está escrito Ringo Kid, sino en cómo está filmado —a veces, con el sombrero ocultando la mitad de su rostro— así como en la mesura de sus diálogos, bajo los que fluye una corriente violenta que apenas asoma por los ojos de Wayne. Algo parecido ocurre con el otro gran personaje de La diligencia: Dallas, la prostituta de corazón de oro interpretada por Claire Trevor. Ford la sitúa en un plano inferior, cuando no apartada de los pasajeros, para reflejar la humillación a la que se ve sometida por ellos (excepto por Ringo Kid). Pero, a su vez, Ford también le concede una serie de primeros planos luminosos que revelan un alma deseosa de amar; ya sea a un hombre con el que establecerse o a un bebé al que acunar en sus brazos. La interpretación de Trevor, que ya había hecho de prostituta en Calle sin salida (William Wyler, 1937), aporta ternura a una mujer que no por ello deja de ser fuerte y valiente.
Con esta dualidad de caracteres en cada uno de los personajes, Ford otorga razones para entenderlos a todos, evita los juicios rápidos y combate la hipocresía de quienes se jactan de transitar por el camino recto de la vida. El doctor Boone (Thomas Mitchell) es un borracho insoportable que se remanga la camisa donde otros se asustan; el sheriff Buck (Andy Devine), un hombre de ley que duda sobre si la justicia reside en saltarse las normas alguna vez; la señora Mallory (Louise Platt), una mujer abnegada que se expone a los apaches y oculta un embarazo para reunirse con su marido, pero que al mismo tiempo se pregunta cómo sería la vida junto al descarado jugador de póquer que la protege (John Carradine). Quizá, los únicos personajes planos sean los de Ellsworth Henry Gatewood (Berton Churchill) y Samuel Peacock (Donald Meek), aunque ambos cumplen una función muy importante: representan a los desubicados, a aquellos que aún gestionan su frustración después de haber perdido la guerra o a los que no entienden quién coño querría vivir en una tierra tan hostil y peligrosa.
Durante la mayor parte del trayecto, Ford apenas mueve la cámara, consciente de que esa estaticidad hará que cualquier movimiento rápido —como la presentación de Ringo Kid— tenga más impacto. Así sucede al llegar al asalto de los apaches, una escena de casi ocho minutos en los que sentimos la adrenalina de cruzar la llanura con la muerte en los talones. Ochenta años después, las imágenes de los caballos desbocados y las acciones suicidas de los especialistas —que preocuparon al mismísimo Ford— siguen siendo de una plasticidad extraordinaria.
La diligencia fue un éxito moderado —un millón de dólares de recaudación y dos Oscars: mejor actor de reparto (Thomas Mitchell) y mejor banda sonora— en un año apoteósico para el cine como 1939. Pero su mérito estaba más allá de premios y dinero: fue el título que relanzó el género, el que lo ligó para siempre a su director y el que consagró a un actor feo, fuerte y formal que había estado muy cerca de perder el tren.
EXCELENTE | ⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️
Título original: Stagecoach (1939). Dirección: John Ford. Reparto: Claire Trevor, John Wayne, Andy Devine, John Carradine, Thomas Mitchell, Louise Platt, George Bancroft, Donald Meek, Berton Churchill, Tim Holt, Tom Tyler. Duración: 96 minutos. País: Estados Unidos.