
Camino del sur
En Misión de audaces, John Ford regresó a uno de sus temas predilectos: la caballería de los Estados Unidos. Sin embargo, al principio fue reticente al proyecto. Primero, porque no le gustaba repetirse, y apenas había pasado una década desde que sentó cátedra con la Trilogía de la Caballería formada por Fort Apache (1948), La legión invencible (1949) y Río Grande (1950). Segundo, tampoco quería copiar a nadie y menos a un director a quien admiraba como William A. Wellman, que había contado una historia parecida en Fuego en la nieve (1951). Y, tercero, en su cabeza rondaban malos augurios acerca del rodaje que cristalizaron en una noticia funesta. Pero, en fin, los hermanos Mirisch pusieron la pasta y decidió cogerla.
A diferencia de las películas de la trilogía, Misión de audaces no es un western. Ni los protagonistas son soldados de un destacamento que lucha contra los nativos, ni la acción se desarrolla en los desérticos parajes de Arizona. En este caso, el contexto es la Guerra Civil estadounidense y los escenarios son los estados de Mississippi y Louisiana. El combate fratricida entre norte y sur, narrado a través de la peligrosa incursión que los hombres del coronel unionista John Marlowe (John Wayne) llevan a cabo en territorio hostil. Objetivo: penetrar por sorpresa en ciudades estratégicas del enemigo sudista, como Newton y Baton Rouge, para someterlas.
Estamos ante una de las películas más violentas y descorazonadoras de la carrera de John Ford, con algunas secuencias que transmiten la locura de la guerra. Lo que al principio parece una aventura al estilo horse riding movie, con escaramuzas aquí y allá, se acerca en varios momentos a una espiral de abandono y destrucción. Ello se hace especialmente palpable en la larga secuencia de Newton, donde Ford filma la masacre sudista de frente y haciendo retroceder la cámara para incrementar la adrenalina; además, los portadores de la bandera Dixie se la van pasando mientras caen abatidos en un gesto más agónico que orgulloso. A continuación, los vencedores destrozan la línea del ferrocarril entre grandes fuegos y el coronel Marlowe ahoga sus penas en la cantina echando de menos a la mujer a la que amó, con tal borrachera que no acierta ni a llenar el vaso de whisky. Creo que nunca una victoria fue tan triste en una película de John Ford.
Es evidente que el carácter agrio y autodestructivo del coronel Marlowe contagia todo lo que sucede, como si John Wayne se hubiera convertido en una versión aún más lunática del personaje que interpretó Henry Fonda en Fort Apache (y que Wayne, curiosamente, intentaba que entrara en razón). Pero, a diferencia de aquella, en Misión de audaces Ford no tiene la voluntad de construir una leyenda. Es como si no soportara la idea de que los antepasados de la patria hubieran llegado a la guerra y quisiera desfogarse con disparos a quemarropa, cañonazos y amputaciones.

Mordiendo el polvo
Hay un factor clave para que, como espectadores, nos involucremos de tal manera en la película: el diseño de producción. Frank Hotaling ya había sido el responsable de este apartado en El hombre tranquilo (1952) y Centauros del desierto (1956), y una vez más supo sacar provecho de exteriores y decorados para hacernos sentir como en un cuadro de Gilbert Gaul. Claro que el mérito no es sólo suyo, sino también del director de fotografía por excelencia en los últimos años de Ford: William H. Clothier. La iluminación es tan perfecta que dan ganas de sacudirse el polvo tras cada explosión; es una luz terrosa que se funde con los uniformes y les quita brillo y esplendor. No es de extrañar que Ford le confiara sus próximos proyectos, sobre todo porque Clothier era un hombre que trabajaba mucho y se quejaba poco.
Por otro lado, para atraer al público afroamericano, Ford aceptó otorgarle un papel a la tenista Althea Gibson, ganadora de diez Grand Slam entre 1956 y 1958. Pero en Louisiana aún regía la discriminación racial, y Ford no estaba dispuesto a pasar la vergüenza de que Gibson tuviera que dormir y asearse apartada del resto del equipo. Así que Gibson sólo pudo rodar las escenas de interiores en Hollywood, mientras que para el resto se utilizó a una doble. A cambio, Ford dejó en la película una bonita escena en la que el doctor Kendall (William Holden) asiste al parto de una mujer negra contra la opinión del coronel Marlowe. Además, Ford siguió los consejos de Gibson para eliminar del guion términos despectivos hacia los negros y evitar que éstos hablasen con el acento que habían estereotipado las películas desde la introducción del sonido. Con todo, Misión de audaces pasa muy por encima del conflicto racial. El empeño de Ford es mostrar la disputa entre la acción y la razón, entre lo marcial y lo humano, como las características que marcan a los personajes de John Wayne y William Holden.
Y si en algunos momentos Misión de audaces llega a desconcertar por la descarnada visión de Ford —ni siquiera el humor tiene el efecto revitalizante que veíamos, por ejemplo, en Centauros del desierto—, el final también deja un poso extraño. Cuando parece que Marlowe va a aceptar la redención que le ofrece Hannah Hunter (una estupenda Constance Towers en uno de los personajes femeninos más intensos de la filmografía fordiana), asistimos a una despedida torcida, a contrapelo, seguida de una poética huida a caballo. Marlowe quema sus puentes —literal y metafóricamente— y se resiste a abandonar la depresión en la que vive desde la muerte de su esposa. No lo hará, al menos, mientras haya otro pueblo sudista por conquistar.
Es una lástima que el rodaje de Misión de audaces fuera uno de los peores recuerdos de Ford. Tal como temía, se produjo una catástrofe: la muerte del especialista Fred Kennedy, que se rompió el cuello al caerse de un caballo. Desde ese día, Ford, sintiéndose culpable, hizo lo que pudo por terminar la película rápidamente y eliminó del plan la llegada triunfal de la caballería a Baton Rouge. Además, el filme no pudo recuperar la enorme inversión en los salarios de Holden y Wayne, que cobraron 775.000 dólares por cabeza más un 20% de las ganancias. Dos actores profesionales, sí, pero que en aquel momento tenían otras cosas de las que preocuparse: Holden luchaba contra su alcoholismo y Wayne estaba pendiente de la adicción a los barbitúricos de su esposa y de los preparativos de El Álamo (1960), su debut como director. Normal que Ford quisiera pasar página lo antes posible, sin tiempo para coger la distancia de ver que había vuelto a dirigir una película extraordinaria.
EXCELENTE | ⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️
Título original: The Horse Soldiers (1959). Dirección: John Ford. Reparto: John Wayne, William Holden, Constance Towers, Judson Pratt, Hoot Gibson, Ken Curtis, Willis Bouchey, Bing Russell, O. Z. Whitehead, Hank Worden, Denver Pyle, Strother Martin, Basil Ruysdael, Carleton Young, Althea Gibson. Duración: 120 minutos. País: Estados Unidos.