
Propósito de enmienda
«Quería mostrar el otro punto de vista para variar», dijo John Ford cuando le preguntaron por qué se había interesado en la historia de El gran combate. De hecho, el interés de Ford venía de lejos: ya en 1957 había esbozado un guion junto a Dudley Nichols que no había encontrado los apoyos financieros necesarios. Pero Ford contaba ahora con su nuevo productor de confianza, Bernard Smith, quien no sólo puso dinero sino que también convenció a Warner Bros. para que se encargara de la distribución. El rodaje tuvo lugar durante el último trimestre de 1963 en Monument Valley y la película llegó a los cines un año después, en octubre de 1964.
El gran combate es la constatación de que el temible John Ford necesitaba llevar a cabo propósitos de enmienda en la recta final de su carrera. Aunque el revisionismo histórico ha llevado a límites absurdos el presunto racismo de sus películas, lo cierto es que, en la mayoría de ellas, los nativos americanos son el último reducto de barbarie en la lucha del hombre blanco por civilizar el continente. Ya en El caballo de hierro (1924) los indios se oponían al progreso que encarnaba la construcción del ferrocarril, y después se convirtieron en asesinos, secuestradores, ludópatas, borrachos o bufones. Puede que a veces se les escapara algún detalle de dignidad, pero el público tenía claro que, en las películas de Ford —y, por extensión, en el género del Oeste— los indios eran «los malos».
Que Ford quería «mostrar otro el punto de vista» en El gran combate queda claro por el simple contraste del tratamiento a los indios respecto a sus películas anteriores. En esta ocasión, los nativos son un pueblo resiliente y dócil, que sólo reacciona de forma violenta cuando la humillación es tan grande que hasta el espectador se siente incómodo. Los cheyenes aceptan el código de justicia de los colonos y se conforman con que les dejen volver a las tierras de las que fueron expulsados, pero reclaman sin alzar la voz, sin coronas de plumas ni pinturas de guerra. Los jefes de la tribu adoptan nombres pacíficos, Pequeño Lobo (Ricardo Montalbán) y Cuchillo Sin Filo (Gilbert Roland), y no hacen más que afear la conducta impetuosa del joven Camisa Roja (Sal Mineo), que prefiere pelear antes que seguir arrastrándose por el desierto.
Pero más sorprendente aún es la forma en la que Ford carga contra una institución a la que había venerado durante décadas: el ejército de los Estados Unidos. Atrás quedan las épicas aventuras de la Trilogía de la Caballería. En El gran combate, el capitán Archer (Richard Widmark) es un mar de dudas que está harto de la burocracia de Washington, que entiende las razones de los enemigos y que, para colmo, ve cómo la preciosa Deborah (Carroll Baker) antepone la causa nativa al amor. Peor aún es el retrato que se hace del capitán Wessels (Karl Malden), un alcohólico que convierte Fort Richardson en un campo de concentración; metáfora que se apuntala cuando otro personaje compara el genocidio de los indios con el que sufrieron los cosacos en Rusia o cuando el secretario de Interior (Edward G. Robinson) contempla el retrato de Lincoln, liberador de esclavos. Ahora bien, es evidente que los protagonistas están cumpliendo órdenes en contra de su voluntad —lo cual es muy sugerente— y eso desplaza la crítica de Ford hacia la institución del ejército más que hacia los hombres que formaban parte de ella. Llamativo.
El interludio de Dodge City
El cargo de conciencia de Ford embarra un poco las escenas indias, cargadas de una solemnidad impostada. Les falta el costumbrismo con el que el director solía retratar a otras comunidades que probablemente conocía mejor, por muy amigo que fuera de los navajos de Monument Valley. Además, es inevitable que dichas secuencias dejen un poso de hipocresía difícil de sobrellevar. En cambio, las escenas del ejército son mucho más ricas, ya que incluyen una certera autocrítica contra el gobierno. Además, Ford llega a violar la figura del vaquero en un escalofriante episodio, propio del spaghetti western, en el que cuatro de ellos acribillan entre risotadas a dos indios hambrientos. Una escena que sirve como excusa para enlazar con el interludio de Dodge City.
En 1964 aún había rescoldos de la fiebre del Cinerama, y El gran combate, fotografiado por William H. Clothier en Súper Panavisión 70, siguió la estructura monumental de dicho formato: obertura, interludio y una duración de ciento cincuenta y cuatro minutos. Para evitar que el público desertara de la sala durante la pausa, Ford apostó por insertar un episodio cómico en el que James Stewart interpretaba al mítico Wyatt Earp con una socarronería que daba continuidad al parsimonioso Henry Fonda de Pasión de los fuertes (1946). El interludio es muy divertido, tiene diálogos con retranca y algún chiste subido de tono, como cuando Earp reconoce a una ex amante de Wichita que se le abre de piernas. Stewart está sublime, como de costumbre, pero su escena roba la película entera. Uno le echa de menos tras la enésima mirada lastimera de la «mujer española» interpretada por Dolores del Río.
El final anticlimático de El gran combate —desafortunada traducción de Cheyenne Autumn— podría tener su correspondencia en el contexto. Fue la última vez que Ford dirigió una película en Monument Valley, su paraíso terrenal, y en mitad del rodaje recibió la noticia del asesinato de John F. Kennedy, que le causó una gran conmoción. Además, estaba cada vez más enfermo y desganado, se peleaba continuamente con Clothier y seguía teniendo problemas con su mujer y con su hijo Pat, a quien acusaba de no saber mantenerse por sí solo. Quizá llegara a dudar de si El gran combate no era un intento desesperado para que las apocadas nuevas generaciones le recordasen como algo más que un viejo gruñón y racista. Con todo, la penúltima película de su filmografía salió adelante. Y, pese al previsible fracaso de taquilla, devino una notable reflexión sobre el lugar en el que la historia y el cine han situado tradicionalmente a sus protagonistas.
NOTABLE | ⭐️⭐️⭐️⭐️
Título original: Cheyenne Autumn (1964). Dirección: John Ford. Reparto: Richard Widmark, Carroll Baker, Karl Malden, Sal Mineo, Dolores del Río, Ricardo Montalbán, Gilbert Roland, Arthur Kennedy, James Stewart, Edward G. Robinson, Patrick Wayne, Elizabeth Allen, John Carradine, Victor Jory, Mike Mazurki, Ken Curtis. Duración: 154 minutos. País: Estados Unidos.